8-CONSIGO COMPAÑÍA


     Salté hacia adelante, pero me detuvo la espada del oficial. El soldado raso dejó de lado su ballesta y se acercó a Talena, que lo miraba con espanto. El hombre comenzó a romper los lazos bordados; metódicamente rasgó sus vestiduras, las abrió, y las hizo caer al suelo por encima de sus hombros. Poco después se encontraba desnuda delante de nosotros, su ropa reducida a un sucio montón apilado a sus pies. Su cuerpo, parcialmente manchado de barro, era de una belleza extraordinaria.

     —¿Por qué hacéis esto? —pregunté.
     —Marlenus ha huido —dijo el oficial—. En la ciudad reina el caos. Los Iniciados han tomado el poder y han ordenado que Marlenus y todos los miembros de su familia sean empalados públicamente sobre los muros de Ar.
     La muchacha dejó escapar un grito dé terror.
     El oficial continuó: —Marlenus perdió la Piedra del Hogar, la Piedra que le traía suerte a Ar. Él, por su parte, huyó con cincuenta tarnsmanes y gran parte del tesoro de la ciudad. En las calles se libran batallas entre los grupos que pretenden asumir el poder en Ar. Los saqueos y pillajes están a la orden del día. La ciudad se encuentra bajo la ley marcial.
     La joven alzó los brazos sin ofrecer resistencia, y el soldado los sujetó con la cadena de los esclavos: dos livianos aros de oro, adornados con piedras azules, que casi parecían joyas. Talena parecía haber enmudecido. En el lapso de unos pocos segundos su mundo se había derrumbado. De repente se había convertido en la hija condenada de un delincuente bajo cuyo mandato había sido robada la Piedra del Hogar. Lo mismo que todos los demás miembros de la familia, se hallaba ahora expuesta a la venganza de los súbditos exacerbados.
     —Yo soy el hombre que robó la Piedra del Hogar —dije.
     El oficial me propinó un golpe con su espada: —Ya lo habíamos sospechado al encontrarte en esta compañía —rió por lo bajo—. No te preocupes, que a pesar de que en Ar a más de uno le alegre tu hazaña, tu muerte no será ni rápida ni agradable.
     —Dejad a la joven en libertad —dije—, es inocente. Ha hecho todo lo posible para salvar la Piedra del Hogar de vuestra ciudad.
     Talena parecía desconcertada al ver que yo salía en su defensa.
     —Los Iniciados han dado a conocer su veredicto —dijo el oficial— Han decidido que se les ofrezca un sacrificio a los Reyes Sacerdotes a fin de que se compadezcan de nosotros y recuperemos la Piedra.
     En ese momento desprecié a los Iniciados de Ar, que al igual que otros de su misma casta en todo Gor estaban dispuestos a apoderarse del poder político, al que supuestamente habían renunciado por su vocación. El propósito real detrás de los “sacrificios a los Reyes Sacerdotes” consistía probablemente en liberarse de otros competidores al trono de Ar y fortalecer su propia posición política.
     El oficial frunció el ceño: —¿Dónde está la Piedra del Hogar?
     —No lo sé.
     Me colocó la espada en el cuello.
     En ese instante la hija del Ubar dijo para mi sorpresa: —Dice la verdad. La Piedra del Hogar estaba en el bolso de la silla de montar de su tarn. El tarn se escapó y la Piedra ha desaparecido.
     El oficial maldecía en voz baja.
     —Llevadme a Ar —dijo Talena—. Estoy preparada.
     Salió del círculo formado por su ropa y se detuvo, orgullosa, entre los árboles. El viento jugaba con sus largos cabellos negros.
     El oficial la examinó de pies a cabeza y sus ojos brillaron. Sin mirar al soldado le dio la orden de encadenarme. Luego envainó su espada, sin quitarle los ojos de encima a Talena. —A la muchacha la encadeno yo mismo —dijo—. Sacó una cadena de su bolso y se acercó la joven.
     —La cadena no será necesaria —replicó Talena con orgullo.
     —Eso lo decidiré yo —repuso el oficial, y rió mientras sujetaba el metal al cuello de la joven. Juguetonamente tironeó de él—, Nunca hubiera soñado tener alguna vez encadenada a la hija de Marlenus.
     —¡Eres un monstruo! —chilló ella.
     —Veo que aún tengo que enseñarte el respeto que me debes —dijo el oficial. Colocó su mano entre el cuello y la cadena, y atrajo a Talena hacia sí. Con un ademán salvaje se arrojó de repente sobre ella, y la muchacha, de espaldas sobre el pasto, dejó escapar un grito. El soldado contemplaba la escena: seguramente esperaba que también a él le llegaría su turno. Levanté mis pesadas esposas metálicas y le asesté con ellas un golpe en la sien. Sin emitir un quejido cayó al suelo.
     El oficial se incorporó. Gruñó enfurecido y trató de sacar su espada. No había aún terminado de desenvainarla cuando lo ataqué. Mis manos encadenadas se cerraron alrededor de su cuello. Se defendía desesperadamente y trató de apartar mis dedos; la espada se deslizó fuera de la vaina. Pero no aflojé. Entonces sacó de su cinturón la daga de Talena; esposado como estaba, seguramente no habría podido evitar el golpe mortal.
     De repente se contrajo espasmódicamente y vi un muñón sangriento en lugar de su mano: Talena había empuñado su espada y le había cortado la mano que sostenía la daga. Solté al oficial. Se retorció en el pasto y poco después estaba muerto. Talena, desnuda, seguía sosteniendo la espada sangrienta en sus manos, y sus ojos reflejaban el horror por lo que había ocurrido.
     —Suelta la espada —ordené bruscamente, preocupado de que pudiera ocurrírsele atacarme también a mí. La joven obedeció, cayó de rodillas y ocultó el rostro entre las manos. Por lo visto la hija del Ubar no era tan inhumana como yo había supuesto.
     Cogí la espada, me acerqué al otro soldado, y me pregunté si lo mataría, en caso de que aún estuviera vivo. Quizá le hubiera perdonado la vida, no lo sé; de todos modos no fue necesario tomar una decisión. Yacía inmóvil en el pasto: las pesadas esposas le habían partido el cráneo.
     Registré el bolso del oficial y encontré la llave de mis esposas. Me costaba trabajo colocarla en la abertura indicada.
     —Deja que yo lo haga —dijo Talena, cogió la llave y abrió la cerradura. Tiré al suelo las cadenas y me froté las muñecas.
     Por favor —dijo Talena, que se hallaba de pie junto a mí, abatida, las manos atadas por las coloridas esposas destinadas a los esclavos.
     —Por supuesto —dije—. Lo siento.
     Seguí buscando en el bolso y finalmente encontré la diminuta llave de las cadenas de los esclavos. La puse en libertad.
     A continuación me dediqué a examinar minuciosamente el bolso y las armas.
     —¿Qué es lo que quieres? —preguntó Talena.
     —Quiero coger lo que pueda sernos útil —dije—, y clasifiqué el contenido de los bolsos. Los objetos más importantes eran una brújula-cronómetro, algunas raciones de víveres, dos botellas de agua, las cuerdas del arco, cordones y aceite para el funcionamiento de una ballesta. Decidí llevar conmigo mi propia espada y la ballesta del soldado. La aljaba contenía unos diez proyectiles. Ninguno de los dos soldados había llevado consigo lanza o escudo. Finalmente conduje ambos cuerpos hasta el pantano y los arrojé al agua sucia.
     Cuando regresé al claro del bosque, encontré a Talena sentada en el pasto. Me sorprendió ver que aún no había vuelto a vestirse. Tenía apoyado el mentón sobre sus rodillas y cuando me vio, preguntó en forma bastante sumisa: —¿Puedo volver a vestirme?
     —Por supuesto que sí.
     Sonrió: —Como ves, no llevo armas.
     —Te subestimas —dije.
     Pareció sentirse halagada. De entre sus sucias vestiduras eligió un trozo de viso, de seda azul, que dejaba los hombros libres; se lo puso y lo ató con un cinturón de seda del velo. No cogió nada más. Con sorpresa advertí que parecía no preocuparse ya por su aspecto, sino auténticamente aliviada de haberse despojado de las incómodas vestiduras de la hija del Ubar. La prenda, que naturalmente estaba calculada para ser llevada con sus zapatos enormes, le cubría los pies. A su pedido, corté la tela hasta dejarla a algunos centímetros por encima de sus tobillos.
     —Gracias —dijo.
     Le sonreí. Parecía tratarse de una Talena completamente nueva. Dio una vuelta por el claro del bosque. Era evidente que se sentía muy a gusto con su nuevo atuendo; giró varias veces sobre sí misma y pareció alegrarse de la libertad de movimientos que acababa de conquistar.
     Recogí algunas frutas de Ka-la-na y abrí dos raciones de víveres. Talena se sentó junto a mí en el pasto y compartimos la comida.
     —Me da pena que le haya pasado esto a tu padre —dije.
     —Era el Ubar de todos los Ubares —dijo y titubeó un instante—. La vida de un Ubar siempre está llena de peligros —contempló el pasto pensativamente— Tenía que saber que un día algo de esto pasaría.
     —¿Acaso nunca habló contigo sobre el tema? —pregunté.
     Echó la cabeza hacia atrás y rió: —¿Es que no eres goreano? Sólo he visto a mi padre en las fiestas públicas. Las hijas de las castas elevadas se crían en Ar en los Jardines Elevados como flores, hasta que algún pretendiente de alto linaje, preferentemente un Ubar o un Administrador, pague por la novia el precio fijado por los padres.
     —¿Quieres decirme que no conociste a tu padre? —pregunté.
     —¿Acaso es diferente en tu ciudad, guerrero?
     —Sí —dije recordando que en Ko-ro-ba se tenía todavía en alta estima a la familia. Pero me pregunté si acaso esta idea podía deberse a la influencia de mi padre, cuya actitud terrestre en ocasiones entraba en conflicto con las rudas costumbres de Gor.
     —Eso me gustaría verlo—dijo. Luego me examinó detenidamente—. ¿De qué ciudad vienes, guerrero?
     —No vengo de Ar —respondí.
     —¿Puedo saber tu nombre?
     —Me llamo Tarl.
     —¡Ah! Eres Tarl Cabot de Ko-ro-ba, ¿no es cierto?
     No pude ocultar mi sorpresa y ella rió alegremente. —Sí, yo lo sabía —dijo.
     —¿Cómo puedes saberlo?
     —El anillo —prosiguió, y señaló el rojo aro de metal que yo llevaba en mi mano derecha— Ese es el signo de Cabot, el Administrador de Ko-ro-ba, y tú eres su hijo Tarl, a quien los guerreros de Ko-ro-ba han adiestrado en las artes marciales.
     —Los espías de Ar son muy diestros —dije.
     —Más diestros que los Asesinos de Ar —contestó— Pa-Kur, Maestro entre ellos, debía matarte, pero fracasó.
     Recordé el atentado en la casa de mi padre, un atentado del que seguramente no hubiera salido con vida a no ser por la actitud vigilante de Tarl el Viejo.
     —Ko-ro-ba era una de las pocas ciudades que mi padre temía —dijo Talena— porque era consciente de que quizás algún día podría levantar a otras ciudades en su contra. Nosotros en Ar opinábamos que te hizo adiestrar para ese fin y por ello quisimos eliminarte. —Se calló un instante y me miró—: Lo que nunca hubiéramos sospechado es que pretendías robar nuestra Piedra del Hogar.
     —¿Cómo sabes todo eso? —pregunté.
     —¡Oh! Las mujeres en el Jardín Elevado están bien enteradas —respondió.
     Empecé a dividir las raciones que les había quitado a los soldados.
     —¿Qué estás haciendo? —preguntó Talena.
     —Te doy la mitad de los víveres —respondí.
     —Pero ¿por qué? —preguntó, mirándome con preocupación.
     —Porque voy a dejarte —dije, y le acerqué una porción de comida, así como una de las botellas de agua. Finalmente le arrojé su daga— Puede serte útil.
     La hija del Ubar parecía petrificada. Sus ojos se dilataron en señal de pregunta, pero sólo leyó resolución en mi rostro.
     Guardé mis cosas, listo para partir. La joven se levantó y colocó su pequeño envoltorio sobre un hombro: —Voy contigo —dijo— Y no podrás impedirlo.
     —¿Y si te encadeno a ese árbol? —pregunté.
     —Tú no eres como los demás guerreros de Ar —dijo— No harías algo semejante.
     —Pues no debes seguirme.
     —Sola estoy perdida.
     Yo sabía que decía la verdad. Una mujer indefensa no tenía posibilidades de sobrevivir en las planicies de Gor.
     —Pero ¿qué puedo hacer para confiar en ti? —pregunté.
     —No puedes hacer nada —dijo abiertamente—, pues yo vengo de Ar y tengo que seguir siendo tu enemigo.
     —Entonces, me conviene abandonarte.
     —Pero yo puedo obligarte a que me lleves contigo.
     Se arrodilló delante de mí, bajó la cabeza y extendió sus brazos cruzados. —Ahora tienes que llevarme o de lo contrario, matarme lo que seguramente no harás.
     La maldije.
     —¿Qué vale la sumisión de Talena, la hija del Ubar? —pregunté irónicamente.
     —Nada —dijo—. Pero tienes que aceptarla o matarme.
     Furioso, me dirigí hacia donde estaban las esposas en el pasto; recogí también el gorro de esclava y la cadena
     —Ya que quieres ser prisionera —dije—, serás tratada como tal. Acepto tu sumisión.
     La encadené y le quité la daga, que coloqué en mi cinturón. Fastidiado, arrojé los dos atados sobre sus hombros. Luego cogí la ballesta y abandoné el claro del bosque. Detrás de mí venía la joven embozada, tirada por mí. Con sorpresa, la escuché reír debajo de su gorro.