3-TARN

     —¡Eh! —exclamó Torm, un miembro bastante poco típico de la Casta de los Escribas, y se cubrió la cabeza con su túnica como si ya no soportara verme— ¡Sí! —exclamó y dejó entrever un mechón de cabello rubio entre los pliegues de la tela—. Sí, me lo he merecido. ¿Por qué, yo, un idiota, siempre tendré que vérmelas con idiotas? ¿Acaso no tengo otras cosas más importantes que hacer? ¿Acaso no aguardan aquí mil rollos escritos el momento de ser descifrados?
     —No me lo preguntes a mí —dije.
     —¡Pues mira! —exclamó desesperado, e hizo un gesto de desconsuelo. En todo Gor no había visto una habitación tan desordenada. La ancha mesa de madera estaba cubierta de papeles y tinteros; el suelo, hasta el último centímetro cuadrado, estaba lleno de rollos, y otros, cientos quizá, se hallaban apilados sobre estantes. Una de las ventanas había sido agrandada violentamente, y yo me imaginaba a Torm con un martillo, golpeando iracundo la pared para obtener más luz para su trabajo. Debajo de la mesa había un brasero con carbones ardientes que le calentaban los pies, peligrosamente cerca de sus rollos eruditos.
     Torm era de complexión endeble y solía recordarme a un pájaro enojado, cuya ocupación preferida consistiera en insultar a las ardillas. Los goreanos a quienes había llegado a conocer hasta ahora, se vestían siempre con pulcritud, pero Torm evidentemente tenía otras cosas más importantes que hacer. Entre ellas se contaba también, en apariencia, instruir a seres que, como yo, no tenían idea de nada.
     A pesar de su excentricidad, me sentía atraído hacia este hombre. Percibía en él algo que despertaba mi admiración: un espíritu inteligente y amable, sentido del humor y amor por el estudio, uno de los sentimientos más profundos y sinceros que pueden existir. Este amor por sus rollos y por los hombres que los habían escrito hacía siglos era lo que en realidad más me impresionaba. Podría parecer increíble, pero para mí era el hombre más docto en la ciudad de los cilindros.
     Torm, irritado, se abrió paso entre uno de los enormes montones de papel, tomó finalmente, apoyándose sobre sus manos y rodillas, un rollo pequeño y delgado y lo colocó en el dispositivo para la lectura, un marco metálico con rollos de ambos lados.
     —¡Al-Ka! —exclamó, al tiempo que señalaba un signo con un dedo largo e imperioso— Al-ka.
     —Al-Ka —repetí.
     Nos miramos y comenzamos a reímos. Una lágrima de alegría le rodó a Torm por la nariz. Sus ojos, de un azul claro, centelleaban.
     Y así empecé a aprender el alfabeto goreano.
     Las semanas siguientes me depararon bastante trabajo, sólo interrumpidas por pausas para el descanso cuidadosamente calculadas. En un primer momento, mis maestros fueron mi padre y Torm, pero cuando empecé a familiarizarme con el idioma, se sumaron varios otros que me impartían enseñanzas sobre diversos temas. Torm, en realidad, sólo había aprendido el inglés como práctica y diversión, ya que no se hablaba en ninguna parte del planeta; evidentemente le gustaba expresar sus pensamientos en un idioma totalmente extraño.
     Mi formación abarcaba, junto al saber intelectual, el conocimiento de las armas y el uso de otros numerosos instrumentos, tan familiares a los goreanos como entre nosotros son las calculadoras y las balanzas.
     Uno de los aparatos más interesantes era el traductor, que se podía adaptar a diferentes idiomas. A pesar de que en Gor parecía existir un idioma principal conocido por todos, que tenía varios dialectos y lenguas secundarias, existían algunos idiomas que para mí no sonaban en absoluto como tales; me parecían más bien gritos de aves y animales de rapiña. El traductor me resultó, pues, muy útil.
     Fue una grata sorpresa que mi padre hubiera adaptado uno de esos aparatos al idioma inglés: circunstancia muy favorable para mi estudio de idiomas. Para alivio de Torm yo también podía arreglármelas solo con el aparato, que además era una maravilla por sus reducidas dimensiones. Del tamaño aproximado al de una máquina de escribir portátil, podía ser adaptado a cuatro idiomas no goreanos. Naturalmente, las traducciones resultan muy literales y el vocabulario está limitado a unas veinticinco mil equivalencias para cada idioma. Por esta razón la máquina no era muy apropiada para una comunicación fluida.
     Torm me había explicado escuetamente: —Debes ocuparte de la historia y leyendas de Gor, de su geografía y economía, de sus estructuras sociales y costumbres, como puede ser el sistema de castas y los grupos de clanes, el derecho a colocar la Piedra del Hogar, el Lugar Sagrado, el derecho militar, etcétera.
     Y yo me iba familiarizando con todo esto. De vez en cuando, Torm prorrumpía en un grito de espanto cuando yo cometía algún error, y entonces se armaba de un gran rollo de papel —con las obras de un autor con el que no simpatizaba— y me propinaba un golpe en la cabeza. Del modo que fuera, estaba decidido a que su instrucción diese frutos.
     Extrañamente la enseñanza religiosa se reducía a la adoración de los Reyes Sacerdotes. Torm eludía mis otras preguntas con la observación de que eso era cosa de los Iniciados. Evidentemente en este mundo la religión es un tesoro guardado con celo por la Casta de los Iniciados, que en pocas ocasiones permite la participación de miembros de otras castas en sus sacrificios y ceremonias. Debía aprender de memoria algunas plegarias dirigidas a los Reyes Sacerdotes, pero se conservaban en goreano antiguo, una lengua que sólo hablaban los Iniciados, de modo que no me preocupé mucho por ello. Además tenía la impresión de que existían ciertas tensiones entre la Casta de los Escribas y la de los Iniciados.
     Las reglas éticas de vida en Gor se hallan conservadas, en su mayoría, en las costumbres de las castas, colecciones de indicaciones, cuyos orígenes se perdían en el pasado. A mí me educaban especialmente de acuerdo con el código de la casta guerrera.
     —De todos modos, tú nunca llegarías a ser un buen escriba —dijo Torm.
     El código de los guerreros se caracterizaba por una rudimentaria caballerosidad y enfatizaba la fidelidad hacia los superiores y la Piedra del Hogar. Las reglas eran duras, pero contenían cierta gallardía, un sentido del honor, que yo podía respetar.
     También recibí instrucciones acerca del Doble Conocimiento, es decir, me enteré qué sabían los hombres en general y qué llegaban a saber los intelectuales en particular. A veces existía una diferencia sorprendente entre ambos. Por ejemplo, se hacía creer a los hombres que se hallaban por debajo de las castas elevadas que el mundo es un disco ancho y plano. Quizá se pretendía de esta manera evitar todo intento de indagación. Por otra parte, las castas elevadas —Guerreros, Constructores, Escribas, Iniciados y Médicos— conocían la verdad acerca de estos temas. Sin embargo, comencé a interrogarme acerca de si el Segundo Conocimiento, el de los intelectuales, acaso no estaba tan limitado como la enseñanza en el nivel inferior, si no se proponía también frenar y poner trabas al ansia de saber humano. Tenía la impresión de que existía un Tercer Conocimiento, que se hallaba limitado a los Reyes Sacerdotes.
     —La ciudad estado —comentó mi padre una tarde— es la unidad política normal en Gor, ciudades rivales que controlan el territorio adyacente, rodeadas por una tierra de nadie, compuesta de territorios libres.
     —¿Cómo se determina la conducción en estas ciudades? —pregunté.
     —Los gobernantes son elegidos entre los miembros de cualquier casta elevada.
     Fruncí el ceño. —¿Sólo de las castas elevadas?
     —El sistema de castas —respondió mi padre pacientemente— es relativamente rígido, pero no está congelado y no depende exclusivamente del nacimiento. Cuando, por ejemplo, un niño en la escuela demuestra que está en condiciones de pertenecer a una casta más elevada, esto le es concedido. Existe también el caso contrario; es decir, cuando un niño no logra el nivel que se espera de él como miembro de su casta.
     —Comprendo —dije, sin sentirme realmente convencido.
     —Las castas elevadas de cada ciudad —prosiguió mi padre— eligen por un tiempo determinado un administrador y un consejo. Si surge una crisis, se nombra un jefe militar, un Ubar, que ejerce la totalidad del poder, hasta que a su entender la crisis ha pasado.
     —¿A su entender? —pregunté con escepticismo.
     —Generalmente los Ubares renuncian a su cargo después de la crisis. Esto es parte del código de los guerreros.
     —Pero ¿qué es lo que ocurre cuando no renuncian a su cargo? —Me había dado cuenta ya de que no siempre se podía confiar en el cumplimiento de las reglas de las castas.
     —Si un Ubar no quiere dimitir, por lo general es abandonado por su gente. El líder militar se queda solo en su palacio, a merced de las furiosas masas populares.
     Asentí con la cabeza e imaginé un palacio vacío, en el que un hombre solitario se encontrara sentado sobre un trono, envuelto en las vestimentas propias de su cargo, esperando el asedio de las masas.
     —Sin embargo —continuó mí padre—, a veces un Ubar logra conquistar el corazón de sus hombres, quienes permanecen a su lado. Entonces se convierte en tirano y gobierna hasta que es derribado por la fuerza de una u otra manera.
     Las facciones de mi padre se habían endurecido. Parecía conocer un hombre semejante. —Hasta que es derribado por la fuerza —repitió lentamente.

     A la mañana siguiente, me aguardaban junto a Torm nuevas e interminables lecciones.
     Gor no era una esfera, sino un esferoide, algo más pesado en el hemisferio sur. La inclinación de su eje era algo mayor que la de la Tierra, pero no lo suficiente como para que el clima no presentara cambios de estación. Gor contaba con dos zonas polares y una ecuatorial, entre las cuales se extendían, al norte y al sur, zonas de clima moderado. Con sorpresa descubrí que una gran parte de los mapas estaba en blanco, pero aun así me costó bastante aprender de memoria todos los ríos, mares, llanuras y penínsulas conocidos.
     Desde un punto de vista económico la vida goreana se basaba en el trabajo del campesino libre, quizá la casta más baja, pero también la más sólida. El alimento básico era un grano amarillo, llamado Sa-Tarna, hija de la vida. Resulta interesante señalar que a la carne se la llamaba Sa-Tassna, lo que significa madre de la vida. Además, en el lenguaje corriente, Sa-Tassna servía para designar el alimento en general. Esto parecía sugerir que los goreanos alguna vez, en épocas anteriores, se habían alimentado preferentemente de la caza.
     Por cierto que me quedaba poco tiempo libre para especulaciones, ya que debía cumplir con las exigencias de mi plan de estudios. Parecía que existía el propósito de convertirme, en unas pocas semanas, en un auténtico goreano. Pero esas semanas también me aportaron satisfacciones, como siempre cuando estudiaba y sentía que me desarrollaba, aun sin conocer todavía la meta final. En esas semanas entré en contacto con muchos goreanos, por lo general miembros de la Casta de los Escribas y de los Guerreros.
     Hasta ahora había visto pocas mujeres, pero sabía que en el caso de que fueran libres, ascendían o descendían dentro del sistema de castas según las mismas reglas que los hombres si bien esto parecía diferir de una ciudad a otra. Tomada en conjunto, la gente me gustaba y estaba seguro de que básicamente procedía de la Tierra. Sus antepasados debían de haber llegado a Gor a través de los así llamados viajes de adquisición y luego, simplemente, se los había dejado vivir en libertad, como a animales en una reserva natural.
     En lo que respecta a estos antepasados puede haberse tratado de caldeos o celtas, sirios o ingleses, que en el transcurso de muchos siglos habían llegado aquí procedentes de las más diversas civilizaciones. Los hijos y nietos naturalmente se habrían convertido en goreanos, por lo cual desaparecía casi toda huella de su origen terrestre. Sin embargo, de tiempo en tiempo me entusiasmaba el encontrar una palabra inglesa en el idioma goreano, como por ejemplo “hacha” o “barco”.
     —Torm —pregunté en cierta ocasión—, ¿por qué el origen terrestre no es parte del Primer Conocimiento?
     —¿Acaso eso no resulta evidente?
     —No —dije.
     —¡Ah! —respondió. Cerró lentamente los ojos y permaneció un rato callado— Tienes razón. No es evidente.
     —¿Y qué hacemos entonces? —pregunté.
     —Continuemos con nuestros estudios.
     El sistema de las castas, si bien socialmente eficaz, despertaba en mí ciertos reparos personales. En mi opinión era demasiado rígido, particularmente con respecto a la elección de los gobernantes entre los miembros de las castas elevadas y al Doble Conocimiento. Pero todavía mucho peor era la institución de la esclavitud. Para el goreano, fuera del sistema de las castas, existían sólo tres formas de vida: esclavo, proscrito y rey sacerdote. Un hombre que no quisiera ejercer su oficio o pretendiera cambiar de status sin el consentimiento del Consejo de las Castas Elevadas, se convertía automáticamente en un proscrito y era empalado.
     La muchacha que había visto el primer día en mi habitación había sido esclava, y el collar que rodeaba su cuello, que yo tomé por un adorno, era su marca de esclavitud. Una segunda marca, ésta con hierro candente, se hallaba oculta debajo de la ropa. Esta última la señalaba como esclava, mientras que el collar identificaba a su dueño. No había vuelto a ver a la joven y reflexionaba acerca de qué habría sido de ella. Pero no pregunté nada al respecto. Fue parte de las primeras enseñanzas que me impartieron en Gor: la preocupación por una esclava estaba fuera de lugar. Por lo tanto me contuve. Aprendí incidentalmente de un Escriba que los esclavos no pueden enseñar a los hombres libres, ya que esto podría originar una deuda, y nadie podía deberle nada a un esclavo. Decidí defenderme con todas mis fuerzas contra este sistema humillante. Hablé una vez con mi padre sobre el tema, y me dijo que en Gor existían cosas aun mucho peores que la esclavitud.

     Sin ninguna advertencia previa, la lanza de bronce surcó los aires, dirigida hacia mi pecho. Salté hacia un lado y la punta cortó mi túnica y me produjo una marca sangrienta en la piel. El metal se clavó unos veinte centímetros en un pilar de madera que se hallaba detrás de mí. Si no hubiera saltado, la lanza me habría atravesado.
     —Es bastante rápido —dijo el hombre que había arrojado la lanza—. Lo acepto.
     Este fue mi primer encuentro con mi instructor en el uso de las armas, quien también se llamaba Tarl. Lo llamaré aquí Tarl el Viejo. Parecía un vikingo rubio; era un tipo barbudo, de rostro alegre y arrugado y ojos azules y salvajes, que parecía contemplar el mundo como si fuera de su propiedad. Era un hombre orgulloso sin arrogancia, un hombre que sabía que manejaba bien sus armas y podía acabar con cualquier contrincante.
     Con el tiempo llegué a conocerlo bien, pues la parte más importante de mi formación estaba dedicada ahora, con mucho, a las armas, fundamentalmente a entrenarme en el manejo de la espada y la lanza. La lanza me parecía particularmente liviana debido a la menor fuerza de gravitación, y pronto llegué a manejarla con mucha habilidad. A corta distancia podía atravesar un escudo y a una distancia de veinte metros podía hacer blanco en un objeto del tamaño de un plato de sopa.
     También tuve que aprender a arrojar la lanza con la mano izquierda.
     —¿Cómo te arreglarías si estuvieras herido en el brazo derecho? —preguntó Tarl el Viejo, que advirtió mi resistencia— ¿Qué harías entonces?
     —¿Huir? —preguntó Torm que de vez en cuando asistía a mis clases.
     —¡No! —exclamó Tarl el Viejo—. Tienes que seguir luchando y morir como un guerrero.
     Torm tomó un rollo escrito, lo colocó bajo el brazo y se sonó la nariz. —¿Y eso te parece razonable? —Preguntó.
     Tarl el Viejo tomó su lanza y Torm, apresurado, alzó su túnica azul y desapareció.
     Desesperado, puse manos a la obra y advertí sorprendido, después de algún tiempo, que había podido desarrollar cierta destreza también con el brazo izquierdo. Había mejorado mis posibilidades de supervivencia en un porcentaje indefinido.
     También fue muy riguroso mi entrenamiento con la corta y ancha espada goreana. En Oxford había pertenecido a un club de esgrima y, por lo tanto, ya contaba con algunos conocimientos básicos; pero ahora la cosa iba realmente en serio. También aprendí a manejar la espada con ambas manos, a pesar de lo cual tuve que confesarme que era diestro y que nunca dejaría de serio.
     En el transcurso de mi aprendizaje con la espada, Tarl el Viejo me hirió más de una vez con su arma. Cuando lo hacía, solía decir provocando mi fastidio: —¡Estás muerto!— Hacia el final de la época de entrenamiento logré abrirme paso a través de su defensa y provocarle una herida punzante en el pecho. Retiré mi espada, cuya punta estaba manchada de sangre. Tarl arrojó su arma al suelo con estrépito y me atrajo riendo hacia su pecho sangriento.
     —¡Estoy muerto! —bramó triunfante. Me palmeó los hombros, orgulloso como un padre que ha enseñado ajedrez a su hijo y ha sido vencido por primera vez.
     También me enseñaron a manejar el escudo, que principalmente debía servir para desviar la lanza y tornarla inofensiva. Cuando mi época de formación tocaba a su fin, solía luchar con casco y escudo. Hubiera deseado que mi equipo se viera completado por una armadura o quizás una cota de mallas, pero me enteré que eso estaba prohibido por los Reyes Sacerdotes. Tal vez el motivo de esto residía en el deseo de que la guerra siguiera siendo un proceso de selección biológica, en el cual los débiles y los lentos sucumben y no siguen multiplicándose Esta también puede ser la explicación de las armas relativamente primitivas que les estaba permitido usar a los hombres que habitaban a la sombra de las Montañas Sardar.
     Aparte de la lanza y de la espada se admitía el uso de la ballesta y del arco; pero apenas recibí instrucción al respecto, ya que Tarl el Viejo no las apreciaba mucho. Las consideraba armas de segunda categoría, poco dignas de ser utilizadas por un guerrero. Yo no compartía su desprecio y trataba de adiestrarme en mis ratos libres.

     Sospechaba que mi formación estaba llegando a su fin —quizá porque mis períodos de reposo se iban haciendo más largos o porque más de una vez se mencionaban cosas que yo ya conocía; quizá también por la actitud de mis instructores. Sentía que estaba casi preparado, casi listo pero no tenía la menor idea del para qué. En esos últimos días me producía un placer especial el hecho de dominar sin esfuerzo la lengua goreana. Empecé a soñar en goreano y a lograr entender a mis maestros cuando hablaban entre sí. También pensaba en goreano y debía hacer un pequeño esfuerzo cada vez que deseaba volver a pensar o hablar en inglés. En cierta oportunidad llegué a blasfemar en goreano, lo que le hizo mucha gracia a Tarl el Viejo.
     Un día, a la hora de mis lecciones, Tarl el Viejo entró en mi habitación trayendo consigo una barra metálica de unos sesenta centímetros de largo, que tenía un lazo de cuero en un extremo. En este aparato se advertía una especie de conmutador. De su cinturón colgaba un instrumento similar. —Esta no es un arma —dijo—. Tampoco está permitido utilizarla corno tal.
     —Pero entonces ¿qué es?
     —Un aguijón de tarn —respondió. Se ajustó el conmutador más pequeño y tocó la mesa con él. Innumerables chispas saltaron despidiendo un color amarillento hacia todas direcciones, sin dejar ningún rastro sobre la mesa. Tarl desconectó la barra y me la acercó. Cuando extendí la mano para cogerla la conectó y me la puso en la mano. Infinitas estrellas amarillas parecían explotar en mi mano. Grité asustado y me llevé la mano a la boca. Había sentido algo similar a una fuerte descarga eléctrica. Revisé mi mano; no presentaba ninguna herida.
     —Cuídate de un aguijón de tarn —dijo Tarl el Viejo—. No es juego de niños.
     Recogí lentamente la barra, cuidando asirla cerca del cabo y coloqué la correa de cuero alrededor de la muñeca.
     Tarl el Viejo abandonó la habitación; evidentemente yo debía seguirlo. Subirnos la escalera de caracol que ascendía por la parte interior de la torre cilíndrica. Después de atravesar varias docenas de pisos llegamos al techo plano del edificio. El viento azotaba la superficie circular y me empujaba hacia el borde. No había ninguna barandilla. Hice fuerza para no ser arrastrado por el viento mientras me interrogaba qué habría de suceder ahora. Cerré los ojos. Tarl el Viejo sacó un silbato de tarn de su túnica y se oyó un silbido penetrante.
     Yo nunca había visto un tarn, con excepción de las representaciones gráficas en mi habitación y en libros de texto acerca de la cría, el cuidado y los utensilios propios para el manejo de estas aves. No me habían preparado expresamente para enfrentar esa situación, como lo habría de saber más tarde. Los goreanos creen que la capacidad de dominar un tarn tiene que ser innata. No es posible aprenderlo. Es cosa de la sangre y de la voluntad, del vínculo entre animal y ser humano, una relación entre dos seres que debe darse de manera intuitiva y espontánea. Se supone que un tarn sabe exactamente quién es un jinete y quién no lo es. Se dice que quien no lo es muere en el primer encuentro que tiene con su ave de combate.
     Por de pronto sentí sólo un poderoso soplo de viento y escuche un ruido jadeante, ensordecedor, como si un gigante hiciera restallar una toalla; luego, estremecido de horror, me acurruqué bajo una gran sombra alada. Un tarn enorme, con garras semejantes a gigantescos ganchos de acero, batiendo salvajemente sus alas en el aire, se mantuvo rígido por encima de nosotros.
     —¡Cuidado con las alas! —exclamó Tarl el Viejo.
     La advertencia fue obvia; apresuradamente me hice a un lado. Un golpe de esas alas me habría arrojado al vacío.
     El animal aterrizó sobre el techo del cilindro y nos contempló con sus negros ojos relucientes.
     A pesar de que el tarn, lo mismo que la mayoría de las aves, es sorprendentemente liviano —lo que se debe, en primer término, a sus huesos huecos— es un ave sumamente vigorosa. Mientras que las grandes aves terrestres, como por ejemplo el águila, deben tomar carrera antes de levantar el vuelo, el tarn, con su increíble musculatura, puede ascender con su jinete solamente con un rápido estremecimiento de sus alas enormes. Para ello, también se ve favorecido por la menor fuerza de gravitación de Gor. Los goreanos suelen llamar a estas aves “hermanas del viento”.
     El plumaje del tarn no es siempre el mismo, y se los cría teniendo también en cuenta su colorido, y no solamente su fuerza e inteligencia. Los tarns negros se utilizan para asaltos nocturnos; los blancos, para campañas militares invernales. Por su parte, los guerreros que desean impresionar y no tratan de pasar camuflados prefieren tarns de variados colores relucientes. El tarn común tiene un plumaje marrón verdoso. Prescindiendo del tamaño, el halcón es el ave terrestre que más se le parece, solo que el tarn tiene una cresta que se asemeja a la del grajo.
     Los tarns, malignos por naturaleza, no están por lo general más que medianamente domesticados y, lo mismo que sus diminutos hermanos terrestres, son carnívoros. En más de una ocasión un tarn a llegado a atacar y devorar a su propio jinete o tarnsman. Sólo temen al aguijón de tarn. Son entrenados por hombres pertenecientes a la Casta de los Tarns. Cada vez que un ave joven se escapa o desobedece, es obligada a volver a su percha y se la castiga con el aguijón. Más tarde, por supuesto, las aves son desencadenadas, pero un aro en la pata ha de recordarles este castigo. Generalmente el entrenamiento da resultados positivos, excepto cuando el animal está sumamente agitado o ha estado mucho tiempo sin comer. El tarn se cuenta entre las dos cabalgaduras preferidas del guerrero goreano; la segunda es el tharlarión, una especie de lagarto, utilizado especialmente por los clanes que no saben manejar los tarns. Por lo que yo sabía, nadie en la ciudad de los cilindros poseía un tharlarión, a pesar de que, según decían, eran muy frecuentes en Gor, especialmente en las llanuras, los pantanos y los desiertos.
     Tarl el Viejo había subido a su tarn, utilizando la escala de cinco escalones que cuelga del lado izquierdo de la silla de montar y que es recogida durante el vuelo. Con un ancho cinturón color púrpura se sujetó a la silla. Me arrojó un pequeño objeto, que casi se me cae de la mano. Era un silbato que emitía un sonido que sólo haría reaccionar a un tarn determinado: la cabalgadura que me estaba destinada. Después del episodio con la brújula enloquecida en las montañas de New Hampshire nunca me había sentido tan atemorizado, pero esta vez llegué a dominar mi temor. Si tenía que morir, nada podía hacer para impedirlo.
     Hice sonar el silbato y se oyó un sonido agudo, que se diferenciaba netamente del silbido de Tarl.
     Momentos después surgió un ser fantástico de la nada, quizá procedente de un resalto que se encontraba más abajo, un segundo tarn enorme, más grande que el primero, un ave negra reluciente, que voló una vez alrededor del cilindro y luego vino en dirección hacia mí. Aterrizó a pocos metros de distancia, y sus garras golpearon la piedra. Estaban fortalecidas por bordes de acero: era un tarn de combate. El ave alzó al cielo su pico encorvado y lanzó un chillido, al tiempo que sacudía sus alas. La poderosa cabeza giró hacía mí, sus ojos redondos me observaban. Enseguida abrió el pico, eché un rápido vistazo a su lengua delgada y cortante, tan larga como un brazo, y el monstruo se arrojó sobre mí, tratando de golpearme con su tremendo pico— entonces escuché los gritos aterrorizados de Tarl el Viejo: —¡El aguijón! ¡El aguijón!